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Juan Laborda |
En 2003 Sheldon Wolin, profesor emérito de filosofía política de la Universidad de Princeton, publicó una de sus obras más relevantes, “Inverted Totalitarianism”. El totalitarismo invertido es el momento político en el que el poder corporativo
se despoja finalmente de su identificación como fenómeno puramente
económico y se transforma en una coparticipación globalizadora con el
Estado. Mientras que las corporaciones se vuelven más políticas, el
Estado se orienta cada vez más hacia el mercado. España, en su actual deriva, es un excelente ejemplo de ello. La antidemocracia, y el dominio de la élite son elementos básicos del totalitarismo invertido.
La antidemocracia no adopta la forma de ataques
explícitos a la idea del gobierno por el pueblo. Políticamente,
significa alentar la "desmovilización cívica", condicionando al
electorado a entusiasmarse por períodos breves, controlando su lapso de
atención y promoviendo luego la distracción o la apatía. El ritmo
intenso de trabajo y los horarios de trabajo prolongados combinados con
la inseguridad laboral son la fórmula para la desmovilización política,
para privatizar la ciudadanía.
Según Wolin, en el totalitarismo invertido "los elementos clave son
un cuerpo legislativo débil, un sistema legal que sea obediente y
represivo, un sistema de partidos en el que un partido, esté en el
gobierno o en la oposición, se empeña en reconstituir el sistema
existente con el objetivo de favorecer de manera permanente a la clase
dominante, los más ricos, los intereses corporativos, mientras que dejan
a los ciudadanos más pobres con una sensación de impotencia y
desesperación política y, al mismo tiempo, mantienen a las clases medias
colgando entre el temor al desempleo y las expectativas de una
fantástica recompensa una vez que la nueva economía se recupere”.
Pero ahí no para todo, hay mucho más, “ese esquema es fomentado por
unos medios de comunicación cada vez más concentrados y aduladores, por
la integración de las universidades con sus benefactores corporativos;
por una máquina de propaganda institucionalizada a través de grupos de
reflexión y fundaciones conservadoras generosamente financiadas, por la
cooperación cada vez más estrecha entre la policía y los organismos
nacionales encargados de hacer cumplir la ley, dirigido a la
identificación de disidentes internos, extranjeros sospechosos…”.
Desconfianza y miedo como motor político
La antidemocracia, en definitiva, es una fórmula que funciona de
manera indirecta. Se alienta a los ciudadanos a desconfiar de su
gobierno y de los políticos; a concentrarse en sus propios intereses; a
quejarse de los impuestos; a cambiar el compromiso activo por
gratificaciones simbólicas de patriotismo. Sobre todo, se promueve la despolitización envolviendo a la sociedad en una atmósfera de temor colectivo y de impotencia individual:
miedo a la pérdida de puestos de trabajo, incertidumbre de los planes
de jubilación, gastos en educación y sanidad en ascenso. ¿Nos suena,
verdad? En esto se está transformando nuestra querida España.
El totalitarismo invertido explota a los pobres, reduciendo o
debilitando los programas de salud y los servicios sociales,
reglamentando la educación masiva para una fuerza de trabajo insegura,
amenazada por la importación de trabajadores de bajos salarios. El
resultado es que la ciudadanía, o lo que queda de ella, se sumerge en
medio de un perpetuo estado de preocupación. Entonces, tristemente, Hobbes vence a Rousseau:
cuando los ciudadanos se sienten inseguros y al mismo tiempo impulsados
por aspiraciones competitivas, anhelan estabilidad política más que
compromiso cívico; protección más que participación política.
Crisis actual y totalitarismo invertido
La expansión financiera que despega a partir de 1993 obedece a
políticas explícitas y deliberadas. Desde finales de los 80 occidente en
general, y muy especialmente Estados Unidos, experimentaba una larga
secuencia de crecimientos raquíticos que mostraban las tremendas
dificultades para mantener expansiones de la producción, sobre la base
de una redistribución de la renta que no conseguía expandir a la clase
media, ya entonces muy afectada por una intensa deslocalización que
trataba de aprovechar la globalización comercial y financiera. Un
proceso simultáneamente acelerado por un continuo cambio tecnológico.
La burbuja financiera no fue sino una vía para sortear
artificialmente los limites que la desequilibrada distribución de la
riqueza en el mundo. Las emisiones billonarias de activos financieros
derivados, han servido para sostener una expansión artificial de la
demanda, que sortease la caída de la tasa de ganancia del capital y,
sobre todo, facilitase la financiación de un gigantesco proceso de
acumulación, y la adquisición de riquezas por todo el globo a favor de
unas pocas manos.
La continua aplicación de regulaciones, o re-regulaciones a favor de
la movilización del capital, es una constante histórica, que desdice la
visión ingenua que alude a los problemas de codicia desatada para
explicar la actual crisis. Por ello cualquier ejercicio de prospectiva
no debe dejar de tener en cuenta las posibles estrategias de las clases
dominantes y las configuraciones históricas que dan forma operativa y
real a los intereses de las elites.
A la vista de los acontecimientos, el capital piensa que aún puede
darle una vuelta de tuerca al mercado global liberalizado,
posicionándose desde hace años para dominar la extracción de rentas
especulativas, aprovechando los escenarios de geoescasez energética y
alimentaría, y diseñando, a espaldas del poder democrático, las nuevas
arquitecturas financieras globales.
España como ejemplo del totalitarismo invertido
Las medidas económicas adoptadas tanto por el ejecutivo Rajoy como
por el anterior, además de ser ineficientes desde un punto de vista
económico, reavivan una brutal lucha de clases. De un lado, los protegidos, que no son otros que los acreedores
que tomaron riesgos excesivos, la élite bancaria insolvente, y la clase
empresarial que siempre ha jugado con las cartas marcadas. De otro, los perdedores, la ciudadanía en su conjunto, representada por los trabajadores, las clases medias, y, sobretodo, los más desfavorecidos.
Y ello es especialmente grave, cuando en nuestra querida España han
sido fundamentalmente las élites económicas y financieras, representadas
por las sociedades no financieras y las instituciones bancarias, quienes se apalancaron sin ningún control del riesgo,
o bien alrededor de un colateral cuyo precio acabó colapsando, o sobre
un negocio cuyos retornos son y serán muy inferiores a los que se
suponían por el precio pagado. Fueron las élites quienes vivieron por
encima de sus posibilidades y ahora, sin ningún rubor, quieren que les
paguemos la fiesta.
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